El escritor español Max Aub, narra así una de sus historias “Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro”.
Nuestra sociedad afronta uno de los momentos más difíciles en toda la historia de la humanidad, en el área de los valores. La crisis es tan fuerte que lo que vivimos internamente se está replicando en el exterior.
La mayoría de seres humanos que habitamos este planeta parecemos “marionetas”, manipuladas por nuestras propias cuerdas imaginarias (los pensamientos) que nos hacen interpretar la vida a nuestro acomodo (acciones). Lo que nos parece verdad, lo defendemos a capa y espada, sin importar herir, ofender o hacer daño físico, psíquico o moral a cualquier persona que trate de hacernos ver que la realidad es otra.
Desde niños hemos venido siendo manipulados. Primero, por nuestros padres, que inocentemente nos enseñaron el mundo de acuerdo a lo que ellos consideraban que era la verdad. Allí, adquirimos la primera noción de lo que era vivir. Luego, vinieron los maestros en la escuela, le siguieron: la sociedad en general, televisión, cultura y demás, de los cuales formamos las creencias que nos hacen ser lo que somos hoy.
El origen de toda verdad reside en la palabra. Una palabra nos alienta o nos desanima. Nos engrandece o nos humilla. Las palabras tienen el poder de crear, ellas son transformadoras, dan vida, sin ellas no seríamos seres humanos, tal vez seríamos otra especie distinta a la animal sin comunicación verbal.
En Juan 1:1, dice textualmente: “En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios”.
Según esto, la palabra es origen, es nacimiento y al mismo tiempo es verdad. Sin embargo, ¿qué importancia le damos a las palabras que pensamos y hablamos? Como en el cuento del novelista francés Max Aub, nos estamos intoxicando con las palabras con las que a diario nos relacionamos. Peor aún, estamos intoxicando a otros.
Es allí donde empieza el virus mental, en el repertorio y fluidez de las palabras con que contamos. Vasta con escuchar a alguien hablar y de inmediato formamos un concepto de lo que esa persona es. De acuerdo a sus palabras, podemos medir, sus inteligencias: mental (capacidad de pensamiento), emocional (emociones predominantes), física (lenguaje corporal) y espiritual (relación con la divinidad).
Un virus, toxina o veneno, es una entidad biológica que se introduce en la célula, de la cual se abastece, la ataca e infecta con la información que contenga. En pocas palabras, es un invasor parásito que se vale de otros para sobrevivir. A nivel mental, el virus se infecta a través de las palabras que ingresan por los oídos o los ojos, al leerlas.
La cura para estos virus, está en la consciencia de lo que eres realmente. El principal remedio está en la observación directa a través de tus sentidos, de las palabras que se emiten y el efecto que estas tienen sobre las acciones.
Ser consciente, es estar más en tiempo presente, en el aquí y el ahora, y evitar seguir estando la mayor parte del tiempo en estado automático. El consciente, es según algunos estudios, el 5%, y el inconsciente el 95%. Esto es, que la mayor parte del tiempo somos presa de nosotros mismos, de aquellos programas mentales grabados desde niños.